Las lágrimas
ardiendo que vertí sintiéndote y pensándote, y viéndote y mirándote, sin
estar junto a mí, sino siendo tú un cruel fantasma que habitaba en mi interior,
y reflejándote absolutamente en todo, me quemaron los ojos, los párpados, mis
mejillas, mis labios sedientos y mi barbilla; y no hay heridas ni cicatrices
ajenas a mi cara y en mi cara, pero quedaron como huella y rastro perpetuo (aun
cuando el polvo de mi cadáver se separe y vuele con un leve movimiento del
aire), deformaciones, figuras tétricas en mis facciones y en las líneas de
expresión de mi rostro, con dibujos y colores perennes en mi gestualidad, de
tristeza, dolor, sufrimiento y padecimiento desmedido, tanto como el que nunca
nadie ha tenido por frustración, vacío, soledad y derrota. Una expresión
tormentosa y atormentada que provocan pena, misterio, curiosidad, atracción, y
también hasta rechazo, vergüenza ajena y percepción de la crueldad de la
existencia en una cara ridícula.
Entonces tenía 19
años; en aquel momento tú dibujaste, pintaste, destruiste y reconstruiste todo
cuanto mi face, mi visage, transmite a los demás seres, y también todo cuanto
rebota en el espejo cuando lo enfrento para acordarme de como fui, y no me
reconozco y ya no estoy, y sólo me veo como soy desde entonces, un ser
diferente al inicial, y en el que me gusta recrearme porque es distinto a todo
lo propiamente y naturalmente humano. Por lo menos trasciende el sufrimiento y
la miseria humana que causa en el más genuinamente romántico de los niños el
desamor; y el amor que lo causó también fue más que humano y romántico, fue
realmente EL AMOR.
Rostro singular e
impactante como las faces de Clift, de Perkins y de Cohen, cuando realmente más
realmente estaban, respectivamente aterrados, demenciados y melancólicos y
tristes.
Desde entonces me
llamaron ese joven, ese hombre y ese viejo "tan triste y que siempre va
vestido de negro, y que siempre anda solo".