HOMENAJE A MI MAMÁ, ÁUREA ABAD MACEIRAS.
Ojos
quietos, sosegados, de dinamismo enérgico y vital, pero suave, dulce y
completamente armónico, de mirada mansa pero de contundencia total, penetrantes
y absorbentes sin poseer, todo compartiendo con hondura y profundidad sin fin,
complicidad incondicional desde LA SABIDURÍA, que como no, albergaba dulzura
infinita, complacencia, satisfacción y sonrisa madre, hermana y amiga, brotando,
surgiendo y naciendo en un recorrido sin extremo ni término y definitivo la
BELLEZA de quién todo lo comprende, lo ama por encima de todo y todo lo acepta,
lo asume, lo asimila, lo puede y lo comparte, regalando HERMOSURA, sin acaparar
nada y fluyendo sin posible mesura desde su espíritu divino hacia un espacio
intemporal, majestuoso y reinante. Ojos y mirada del más ancestral, poderoso,
digno, honorable, encantador y elevado linaje, más allá de lo humano, gemelos diamantes
independientes y dos estrellas más amables, reconfortantes, ingentes,
luminosas, decididas, sabias, absolutas y sensuales para los sentidos del alma
y los sentidos de la energía y lo difusamente material (que entonces, por
primera vez en mi vida asumí como un templo y nunca un lastre), y además el
templo de los templos, los ojos de los ojos, la mirada de las miradas que me
regalaba y compartía la mujer más hermosa del mundo, y el ser más bello del
universo, MI MAMÁ, MI MADRE.
Rostro
diminuto de fémina siempre bella, en la juventud y la senectud, de talle fuerte
y poderosamente enérgico, pero en donde todo enseñaba sensualidad, esbeltez y maestría
de proporciones, paradigma de la elegancia, trascendiendo todo lo humano, todo
lo clásico, lo intemporal lo universal, toda ciencia, todo lo que existe, todo
lo que dios no tuvo imaginación para que pudiera existir y extinguiese todo lo
feo y doloroso y crease la felicidad única e insuperable sin necesidad, con
ausencia absoluta, de pares de opuestos para comprender, valorar, promediar
procurar la perfección, la felicidad y el absoluto a todo lo que pudo haber
sido y no fue, sino tan sólo mi madre.
Cabellos
blancos de color escarcha, arrugas testimonios de espigas doradas, arados,
hoces, trigales, prados verdes, sudor de cuerpos de mentes valientes con
ilusiones cotidianas constantes y permanentes, heno, guadañas, haces de comida
para las vacas, polvo de tierra seca, manchas limpias de tierra húmeda, pólvora
seca, ropas mojadas por la lluvia, sudor en el campo, inviernos muy fríos y
lluviosos, nevadas y nieve, nieblas húmedas, orballos de casi todo el año y todos los amaneceres,
veranos secos y calientes, cargas de comida para los animales en la espalda,
surcos polvorientos en la tierra, árboles, madera, leña, fuego amado y reconfortante en una lareira,
aventuras para superarse en tierras extranjeras, emigrante de Galicia, mujer
universal, trabajadora gallega; una escuela rural, un padre muerto en una
guerra antes de que su maravillosa hija naciera; niña bellísima, ojos enormes,
tez morena… mi madre, con la azada al hombro… Áurea Abad Maceiras, junto a un
río truchero de Galicia, con su molino para la molienda, en la montaña de
Galicia, en su interior, sentada en un carro tirado por vacas, en la aldea de
Orosa, en el Concello de Aranga, mi madre, y el universo y yo contemplando toda
su belleza, toda la belleza, de la persona más entrañable, dulce, sabia,
valiente, noble, acorajada y buena… Áurea abad Maceiras… hija de una Flor y un
Ángel, la encarnación más admirable de una niña, mujer y anciana, que decidió
vivirla y beberla sin condiciones con amor incondicional, en la historia de
esta Tierra.
Sus
ojos y su mirada inspiran y exhalan nunca reteniéndola, siempre regalándola, en
un hospital de cuerpos en la Coruña, con sonrisa eterna, LA BELLEZA.
Ojos
quietos, sosegados, de dinamismo enérgico y vital, pero suave, dulce y
completamente armónico, de mirada mansa pero de contundencia total, penetrantes
y absorbentes sin poseer, todo compartiendo con hondura y profundidad sin fin,
complicidad incondicional desde LA SABIDURÍA, que como no, albergaba dulzura
infinita, complacencia, satisfacción y sonrisa madre, hermana y amiga, brotando,
surgiendo y naciendo en un recorrido sin extremo ni término y definitivo la
BELLEZA de quién todo lo comprende, lo ama por encima de todo y todo lo acepta,
lo asume, lo asimila, lo puede y lo comparte, regalando HERMOSURA, sin acaparar
nada y fluyendo sin posible mesura desde su espíritu divino hacia un espacio
intemporal, majestuoso y reinante. Ojos y mirada del más ancestral, poderoso,
digno, honorable, encantador y elevado linaje, más allá de lo humano, gemelos
diamantes independientes y dos estrellas más amables, reconfortantes, ingentes,
luminosas, decididas, sabias, absolutas y sensuales para los sentidos del alma
y los sentidos de la energía y lo difusamente material (que entonces, por
primera vez en mi vida asumí como un templo y nunca como un lastre), y además
el templo de los templos, los ojos de los ojos, la mirada de las miradas que me
regalaba y compartía la mujer más hermosa del mundo, y el ser más bello del
universo, MI MAMÁ, MI MADRE.
Rostro
diminuto de fémina siempre bella, en la juventud y la senectud, de talle fuerte
y poderosamente enérgico, pero en donde todo enseñaba sensualidad, esbeltez y
maestría de proporciones, paradigma de la elegancia, trascendiendo todo lo
humano, todo lo clásico, lo intemporal lo universal, toda ciencia, todo lo que
existe, todo lo que dios no tuvo imaginación para que pudiera existir y
extinguiese todo lo feo y doloroso y crease la felicidad única e insuperable
sin necesidad, con ausencia absoluta, de pares de opuestos para comprender,
valorar, promediar procurar la perfección, la felicidad y el absoluto a todo lo
que pudo haber sido y no fue, sino tan sólo mi madre.
Cabellos
blancos de color escarcha, arrugas testimonios de espigas doradas, arados,
hoces, trigales, prados verdes, sudor de cuerpos de mentes valientes con
ilusiones cotidianas constantes y permanentes, heno, guadañas, haces de comida
para las vacas, polvo de tierra seca, manchas limpias de tierra húmeda, pólvora
seca, ropas mojadas por la lluvia, sudor en el campo, inviernos muy fríos y lluviosos,
nevadas y nieve, nieblas húmedas, orballos
de casi todo el año y todos los amaneceres, veranos secos y calientes,
cargas de comida para los animales en la espalda, surcos polvorientos en la
tierra, árboles, madera, leña, fuego
amado y reconfortante en una lareira, aventuras para superarse en tierras
extranjeras, emigrante de Galicia, mujer universal, trabajadora gallega; una
escuela rural, un padre muerto en una guerra antes de que su maravillosa hija
naciera; niña bellísima, ojos enormes, tez morena… mi madre, con la azada al
hombro… Áurea Abad Maceiras, junto a un río truchero de Galicia, con su molino
para la molienda, en la montaña de Galicia, en su interior, sentada en un carro
tirado por vacas, en la aldea de Orosa, en el Concello de Aranga, mi madre, y
el universo y yo contemplando toda su belleza, toda la belleza, de la persona
más entrañable, dulce, sabia, valiente, noble, acorajada y buena… Áurea abad
Maceiras… hija de una Flor y un Ángel, la encarnación más admirable de una
niña, mujer y anciana, que decidió vivirla y beberla sin condiciones con amor
incondicional, en la historia de esta Tierra.
Sus
ojos y su mirada inspiran y exhalan en una sístole y diástole, sin percibirse
parpadeos, en latidos perfectos y acariciantes, contínuos y sosegados nunca
reteniéndola, siempre regalándola y compartiéndola, en un hospital de cuerpos
en la Coruña, con sonrisa eterna, la ternura, el amor, la comprensión, la
generosidad, la bondad, la tolerancia, el realismo, la aceptación, la
complicidad incondicional, natural e incontingente con sus hijos , la
inteligencia que todo lo alumbra y todo lo puede… la suma y absoluta BELLEZA.
Es la
lenta aproximación al final de un ciclo culminado de manera perfecta, hacia el
hogar, dulce hogar de los místicos, para entrar en él con la humilde y plácida
forma y el contenido impecable de la máxima grandeza.