de mirada muy triste y
húmeda,
con chispas llameantes de
melancolía perfumada
de poesías de un amor
delirante e inédito…
Y un efluvio en los rizos
de sus cabellos
de sueños quiméricos y
bellos
y un aleteo en los
párpados espaciado y lento
de las pestañas de sus
ojos
tétrico, existencialista
y psicodélico.
Unas pupilas penetrantes
como un rayo a la deriva
en el iris verde de sus
ojos
con un mar en oleaje
y gaviotas llorando en el
horizonte
donde el océano se une al
cielo.
Era una diosa, una
virgen,
una santa, una niña
asceta,
devota de la pasión,
de labios rojos y gruesos
dibujados por un pintor
loco, parnasiano y
bohemio;
y entre ellos emanaba
un suspiro, un eterno
lamento
y gemidos incesantes
que sin saberlo buscaban
despertar en mí
toda la pasión habida
y sueños hijos de sus
sueños.
Era un rostro inmaculado,
era una melodía de
silencios,
la ópera Carmina Buranna
cantada por un Pavarotti
afónico y llorando,
con su camisa y su
pañuelo blanco
y su enorme traje negro.
Era todo el alma del
poeta,
era toda la poesía,
eran “los ojos verdes” de
Béquer,
“el rayo” de Miguel
Hernández,
“de ala aleve y
homicida”,
"que sostenía un
triste brillo
alrededor de nuestras
vidas";
la princesa de Rubén,
la de “los labios de
fresa”,
y también la de Sabina;
Elizabeth en “un lugar en
el sol”
Dulcinea en el Toboso,
reina “al este del Edén”;
era la dama perfecta
para un romántico sin fin
que quiso escribir un
poema
y se sintió impotente,
triste,
frustrado y avergonzado,
derrotado para siempre
al no poder describir el
sentimiento y el alma
de aquella dama tan
bellísima,
que murió hace 36 años
entre la rabia y la
impotencia,
y nuestra pasión
desatendida y atada,
y dejó para el recuerdo
estos versos frustrados,
llenos de desencanto,
de un poeta que perdió su
corazón
en aquella esquina
en la que habita su
sombra
sin que nadie la recoja
de mi latido viejo y
roto,
que la alberga y la pasea
por este mundo tan cruel
y esta tan desoladora
y tan miserable tierra.